Ciudad de Guatemala, 9 de agosto de 2025. — En América Latina y el Caribe, más de cuarenta millones de personas se reconocen como indígenas. Representan una parte sustancial de la población regional y, sin embargo, siguen enfrentando barreras desproporcionadas para acceder a los espacios donde se deciden las políticas que afectan a sus territorios y formas de vida. Es una paradoja que revela la deuda histórica: quienes han custodiado los bosques y la biodiversidad durante siglos son, a menudo, quienes tienen menos voz en las decisiones sobre el futuro de la tierra que protegen.
En Centroamérica, la diversidad cultural se palpa en cada región. Guatemala concentra una de las mayores proporciones de población indígena del continente, con pueblos mayas, xinka y garífuna que mantienen vivas sus lenguas, sistemas de autoridad y tradiciones. Panamá alberga comunidades guna, emberá, wounaan, ngäbe y buglé, mientras en Costa Rica sobreviven territorios de pueblos bribri, cabécar, maleku y otros que preservan su vínculo con la naturaleza y sus prácticas de gobernanza propias. Nicaragua reconoce en su Constitución el carácter multiétnico del país, y en la Costa Caribe, los pueblos miskitu, mayangna y rama mantienen una relación profunda con el mar, los ríos y los bosques. Este mosaico humano, que va de la sierra a la costa y de las selvas tropicales a los altiplanos, constituye un patrimonio vivo que no se mide solo en expresiones artísticas, sino en saberes prácticos para enfrentar desafíos globales.
La cultura indígena es un sistema vivo de conocimientos, tradiciones y visiones de mundo. En las comunidades mayas, los calendarios agrícolas siguen marcando el ritmo de la siembra y la cosecha, adaptándose a cambios climáticos cada vez más imprevisibles. Las danzas, los tejidos y la música transmiten historia y cosmovisión, pero también generan ingresos y oportunidades para las nuevas generaciones. La medicina tradicional, con su enfoque integral del cuerpo y el espíritu, ofrece respuestas accesibles y sostenibles a problemas de salud que, en zonas rurales, la medicina oficial a menudo no cubre. Desde las aulas comunitarias hasta las plataformas digitales, emergen proyectos que combinan tecnología con tradición, ampliando el alcance de las lenguas originarias y fortaleciendo la identidad en medio de un mundo globalizado.
El papel de los pueblos indígenas en la protección de la madre tierra es reconocido por estudios internacionales que muestran cómo sus territorios actúan como murallas contra la deforestación y reservorios de biodiversidad. Allí donde las comunidades conservan sus bosques, las tasas de pérdida forestal se reducen drásticamente y el carbono almacenado permanece en pie, contribuyendo a mitigar el cambio climático. No se trata solo de una relación espiritual con la naturaleza, sino de un sistema de gestión territorial que ha demostrado ser más eficaz y menos costoso que muchas políticas estatales. Reconocer legalmente estos derechos y garantizar la seguridad jurídica de la tierra es, en consecuencia, una estrategia ambiental tanto como un acto de justicia.
Pero el reconocimiento, por sí solo, no basta. La inclusión real exige que las voces indígenas estén presentes y tengan peso en los foros donde se discuten presupuestos, leyes y proyectos de desarrollo. Implica también que sus conocimientos sean valorados a la par de la ciencia académica, estableciendo diálogos genuinos en la gestión del agua, la agricultura, la salud y el ordenamiento territorial. Y supone que los recursos internacionales destinados a la acción climática o al fortalecimiento cultural lleguen de forma directa a las comunidades, sin obstáculos burocráticos ni intermediaciones que diluyan su impacto.
La deuda histórica se evidencia en brechas persistentes en educación, salud y acceso a la justicia. Las estadísticas muestran que las personas indígenas, pese a su peso poblacional, representan una proporción mucho mayor de la población en situación de pobreza. A esto se suman la violencia contra defensores del territorio, los desalojos forzados, la discriminación lingüística y la exclusión de mercados laborales. En algunos casos, ni siquiera los programas diseñados para promover la inclusión logran alcanzar a las comunidades que más los necesitan, por falta de pertinencia cultural o de canales efectivos de comunicación.
En el istmo centroamericano, los retos y las posibilidades se entrelazan. En Guatemala, la educación bilingüe intercultural y el reconocimiento de autoridades comunitarias requieren no solo leyes, sino presupuestos suficientes y voluntad política para ser implementados. En Panamá, las comarcas indígenas han demostrado su capacidad para gestionar recursos y conservar ecosistemas, pero necesitan ser parte integral de la planificación nacional. En Costa Rica, los pueblos originarios siguen reclamando la titulación de tierras ancestrales y el acceso a servicios básicos con pertinencia cultural. En Nicaragua, las comunidades de la Costa Caribe se enfrentan a presiones extractivas que amenazan sus medios de vida y exigen una protección territorial efectiva.
Desde el Ecosistema para la Transformación Social trabajamos para que la inclusión deje de ser una excepción y se convierta en un principio de gobernanza. Lo hacemos impulsando incidencia política, tejiendo alianzas entre comunidades, academia y sector privado, y comunicando de manera estratégica las historias y liderazgos que demuestran el aporte de los pueblos indígenas a la democracia, el desarrollo y la sostenibilidad. Este compromiso se refleja también en el trabajo de más de diez mil jóvenes indígenas que, a través de Reforestando Guatemaya, han plantado millones de árboles, recuperado áreas degradadas, protegido fuentes de agua y promovido la educación ambiental en sus comunidades, convirtiéndose en guardianes activos de la madre tierra. Nuestro compromiso es que la representación indígena no se limite a la consulta, sino que se traduzca en influencia real sobre las decisiones que afectan a la región.
En este Día Internacional de los Pueblos Indígenas, reafirmamos que su papel es insustituible. Sin su liderazgo en las comunidades y sin su participación en los espacios de decisión, no habrá democracia sólida ni transición ecológica efectiva. Reconocer, respetar e integrar su voz no es solo un deber moral, es una decisión estratégica para garantizar un futuro en el que la madre tierra y sus pueblos sigan siendo el corazón vivo de nuestra región.